METÁFORAS
Primer intento.
El
púgil en una esquina del cuadrilátero se sentía solo, era incapaz de oír los
ánimos de su gordo y pelirrojo asistente, su mente vagaba sin rumbo sometida a
los vaivenes del rumor del ansioso público.
La confusión era una densa nebulosa sin cabos a los que asirse, ni la
chica pechugona que atravesó el cordaje enseñando el tiempo que restaba, era
capaz de atrapar su atención. El olor
acre de la vaselina en sus mejillas lo despertó del sopor. El momento decisivo se acercaba y su corazón
latía desbocado. El crepitar de la vieja
megafonía acalló a una concurrencia expectante y su contrincante apenas sudaba
en la esquina opuesta, podía adivinar su superioridad. Ya no quería ganar, ni siquiera tenía fe en
aguantar algún asalto. Aquel cabrón no
dejaba de sonreír. Le costaba respirar e
incluso ese humo enrarecido que intentaba aspirar le habría sabido a libertad
en sus circunstancias. La campana sonó y
el denodado esfuerzo por levantarse del banco fue inútil, sus piernas
flaquearon y besó la lona, el síncope por anoxia lo liberó. La decepción del aforo sólo era comparable al
desprecio de la mirada de su contrincante mientras levantaba los brazos en
señal de victoria.
Segundo intento.
Cuando el juez anunció el
knock-out del púgil al final del segundo asalto, en el público arreciaban las
protestas. Su cuerpo inerte recordaba un
muñeco de pim-pam-pum sin hilos, desparramado en un teatrillo de marionetas
mientras los focos despiadados descubrían los regueros de sangre que escapaban
de la comisura de sus labios y sus maltrechas cejas. Esa imagen grotesca hubiera sido suficiente
para saciar la sed de cualquier aficionado.
El aspirante jamás supo medir las consecuencias de sus provocadores
envites seducido por la promesa incierta de una bolsa repleta y pasó la
rosca. A pesar de su currículum y su
dilatada experiencia nunca pareció un rival suficiente para el campeón que
tenía una presencia imponente en el ring:
unos guantes rojos que presagiaban una suerte de igual color y sobre el
calzón una enorme leyenda carmesí, “ Another one bites the
dust ” sobre fondo blanco.
Tercer intento.
Era su último y
decisivo intento, no podía defraudar a su público ni a sus patrocinadores. Esa banda de mafiosos se lo había dejado muy
claro, o ganas o esta noche duermes con los peces en el muelle. Era un incomprensible cóctel de miedo y
agradecimiento. Miedo a las
consecuencias de sus amenazas y agradecimiento por el acercamiento de lo que
siempre había anhelado desde niño: la fama.
Para recordarle su incierto destino estaba el “Búho”, un tipo sin
escrúpulos, parco en palabras y siempre enfundado en una gabardina con
lamparones que acechaba tras el rincón apurando con ansia un habano de pega; se
creía un personaje de una de esas películas de cine negro dispuesto a darle
“matarile” al menor desliz, y él no estaba dispuesto a regalarle motivos. La campana sonó y apenas tuvo tiempo de
reaccionar antes de recibir una manta de golpes rápidos y precisos. El primer asalto fue un infierno en el que no
pudo endosar ningún contraataque, sólo su juego de piernas le salvó de morder
el polvo. Ese gong le sonó a música
celestial. Jadeante, de vuelta al rincón
el “Búho”, le mostró el brillo nacarado del cuarenta y cinco que escondía bajo
la mugrienta gabardina. El segundo
asalto transcurrió más o menos de igual modo, en su cara sentía el fuego de los
golpes que caían uno tras otro, pero aún conservaba la ligereza de pies, esa
danza maldita que le salvaba la vida por ahora, no sabía por cuánto tiempo. Pasaron el tercero, el cuarto, el quinto…, se
repetía una y otra vez para sí que el mejor de diez asaltos sería él, iba su
vida en ello, aunque tuviera que amarrarse a las cuerdas. El campeón era demoledor, no era ágil, no
tenía juego de piernas, pero era constante, jodidamente constante, una y otra
vez percutía sus guantes rojos sin que asomara resquicio de cansancio. Aguantó todo el combate dando más lástima que
orgullo a sus seguidores con la vana esperanza de alcanzar el triunfo a los
puntos. El fallo fue implacable e
inapelable. Sólo podía atisbar algo de
luz bajo sus hinchados párpados, la suficiente para atisbar entre brumas como
el “Búho” con cara de mórbida satisfacción se acercaba el teléfono a la oreja;
su final se acercaba.
“Metáforas”. Relato corto por Antonio Borrego Díaz.
1º Curso de Fotografía
Artística.
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